Erika Furudo
Detective, Intellectual Rapist, Witch of Truth
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¡Hola a todos! Dudo que alguien aquí me conozca, pero he venido para presentarles una historia original que escribí hace algunos años. Podríamos decir que es un borrador, es una historia que empezó como un fanfic de Yu-Gi-Oh! nunca publicado y que con los años ha evolucionado debido a diversas ocurrencias en mi vida, y ha evolucionado tanto que la versión actual se parece a ésta como en un 5%, aun así esta versión está terminada y ha estado guardando polvo en mi ordenador desde hace algunos años ya; así que me dije, por qué no compartirla con alguien. Y bueno aquí la tienen. No quiero publicarla toda de golpe, más que nada para que pueda haber algo de interacción en los comentarios. Así que siéntanse libres de decirme qué piensan de ésta, una de mis primeras y únicas incursiones en el mundo de la escritura, que conozcan a los personajes y su historia así como yo, a su vez, la redescubro. Por esta razón quizá publique uno o dos capítulos semanales.
Pero bueno, sin más preámbulos, les presento: Los Salvadores. Espero que les agrade.
Pero bueno, sin más preámbulos, les presento: Los Salvadores. Espero que les agrade.
Capítulo 1:
Un nuevo orden mundial
Ese sueño… Una vez más, el mismo sueño lo había abordado mientras dormía. En un principio, aparecía vagamente, entremezclándose con otras imágenes en su cabeza, pero a medida que el tiempo pasaba, iba adquiriendo más protagonismo y se hacía cada vez más nítido. Aunque para ese momento ya no era capaz de recordar la primera vez que lo tuvo, ahora podía rememorar a detalle las imágenes, como si éstas se le hubiesen imprimido en las retinas.
Esa noche, cuando se metió bajo las cobijas, las escenas se repitieron nuevamente como una película.
Su mente fue suspendida en un mar de oscuridad y vacío. Aquel lugar era, probablemente, lo más parecido que uno pudiera encontrar a la nada. El silencio era absoluto, tanto que permitía fácilmente escuchar el tintineo de un alfiler cayendo al suelo.
Pronto, las imágenes comenzaron a aparecer borrosas, distantes, igual que una cámara incapaz de enfocar un paisaje. Poco a poco, todo comenzó a hacerse más claro y lo que era informe comenzó a tomar cuerpo. El cielo nocturno arriba, salpicado de brillantes estrellas. Debajo, la ciudad, con sus altos rascacielos de acero.
Se reconoció a sí mismo de pie, sobre el asfalto, como el joven de dieciocho años que era. Su pelo corto negro y sus ojos cafés. Una especie de armadura negra cubría de manera anatómica su cuerpo, confiriéndole una apariencia más imponente.
A su lado, se proyectaba la imagen etérea, casi fantasmagórica, de una niña de unos doce años que parecía estar levitando. Los cabellos de su cabeza eran dorados y sus ojos, de brillo azul. La toga de sedosa apariencia, caía dejando al descubierto la piel blanca de sus delicados hombros, brazos y piernas. Sin embargo, lo más enigmático de todo era, quizá, el aura angélica que irradiaba de todo su ser.
Ambos, contemplaban como en trance, un rascacielos, el más alto de todos, que se erguía sobre sus cabezas. La sombra en la cúspide igual que siempre. Resultaba imposible advertir cualquier rasgo en ella. A pesar de ello, la identidad de esa figura era lo que más intriga le provocaba al muchacho. Su presencia le transmitía una poderosa sensación de familiaridad que le aporreaba el pecho. Él la conocía, estaba seguro de ello aun cuando no pudiera verle el rostro, simplemente lo sabía.
«¿Quién es?»
No importaba lo mucho que se lo cuestionara, en ninguna ocasión había sido capaz de encontrar respuesta a ello.
Y en ese momento, el sonido parecía alejarse, los colores se perdían y todo se volvía confuso…
***
Caía la noche. El mundo ahora no era más que la sombra de lo que hubo sido alguna. Altas torres plateadas que se confundían con el cielo, estrambóticos hologramas que anunciaban productos variopintos, centros comerciales y discotecas de luces parpadeantes mantenían en actividad a la ciudad que nunca dormía. Aquello era prueba irrefutable de que la tecnología había avanzado a pasos agigantados gracias a los avances de la ciencia.
Sin embargo, esa era la buena vida que sólo podía ser disfrutada por los habitantes de la Capital, la metrópoli edificada sobre los cimientos de la américa septentrional, quienes tenían los suficientes recursos como para costearse todos los lujos que el dinero pudiese comprar. El resto de las personas eran condenadas a vivir vidas miserables fuera de esa utopía terrenal, en las zonas precarias del resto del mundo. En esos lugares, la evolución se había detenido en las edificaciones de concreto que se encontraban en mal estado debido a la falta de mantenimiento.
El gobierno de aquel tiempo también había cambiado. Ahora todo era regido por una organización conocida como la Comisión de Seguridad Pública, la división gubernamental responsable de unificar al mundo en una sola nación conocida como el Sacro Imperio de Zion, bajo la fachada de resolver las crisis económicas que amenazaban con destruir el sistema. Una vez estuvieron en el poder revelaron su verdadera cara: eran un régimen teocrático que clamaba ejercer la voluntad de los dioses en la Tierra, encargándose de mantener la paz y el orden en el planeta.
Uno de sus tantos decretos había sido la implantación obligatoria de un microchip de identificación, un sistema nanotecnológico que recopilaba la información personal, médica y bancaria del portador, siendo este el nuevo método de comercio. Posteriormente se descubrió que todo no era sino una tapadera para encontrar aquellos quienes poseían el «poder de Dios», en otras palabras, una mutación en el ADN que, según ellos, los volvía el siguiente eslabón en la cadena evolutiva. Incluso los miembros de la Comisión eran de estas personas.
La disciplina que se ejercía rezagaba a la de las peores épocas en la historia de la humanidad. Cometer cualquier transgresión menor era acreedora a cumplir una sentencia en el centro de detención, de donde probablemente no saldrías a no ser que fuese en una caja. Por otro lado, crímenes tales como robar eran castigados a ejecución pública, escarmiento para que los marginados, o como ellos los llamaban, los hijos de hombre, no intentaran llevarles la contraria o les pasaría lo mismo. De esa manera era como habían logrado crear una sociedad perfecta, con un índice de criminalidad casi nulo. Habían obtenido paz a través del dominio.
Era por esa opresión que muchos de los hijos de hombre habían orquestado levantamientos, con la esperanza de recuperar la igualdad que se les había arrebatado. Todo fue en vano. La mayor parte de esas personas fueron fusiladas junto con sus familias. A partir de ese momento, los levantamientos fueron decreciendo. Los hijos de hombre tuvieron que someterse ante el implacable poder de la Comisión, deseando en sus corazones que llegaran mejores días en que los más jóvenes pudiesen disfrutar de la libertad que, como tal, se había perdido.
En el centro de esa extensión de tierra que era el continente, se encontraba Ephraim, un pequeño pueblo rodeado por grandes murallas arborescentes que proporcionaban un oxígeno puro que en ningún otro lado se podía respirar. Ahí donde prevalecía el imperante color opaco del concreto, a las puertas de un humilde teatro, podía escucharse a duras penas el resonar de una canción de la lejana época a blanco y negro. El letrero intermitente anunciaba que una función se estaba llevando a cabo. Dentro, había varias hileras de butacas revestidas de terciopelo cardenal, ocupadas por un puñado de personas que parecían estar atentas a lo que pasaba en el escenario. Los reflectores de baja luz amarillenta enfocaban a un grupo de bailarines que se movían con gracia al compás de la música. Vestían chapados a la antigua: ternos, sombreros de copa y bastones que eran batidos en el aire en una coreografía espectacular.
No obstante, si había alguien que se distinguiera de los demás, ese era el pelinegro del centro. Tenía talento. Se movía con más ritmo y fluidez que sus demás compañeros, fruto de su perseverancia. Y eso, sumado a su carisma, y probablemente, al bigote postizo que llevaba adherido al rostro, hacía que la gente posara su mirada en él.
Todos se quedaron estáticos en su última pose cuando se escuchó la nota final de la música. Aplausos y vítores comenzaron a inundar el lugar entre carcajada y carcajada. Los bailarines se tomaron de las manos e hicieron una pequeña reverencia en señal de agradecimiento, y finalmente, desaparecieron detrás del telón que cayó sobre ellos. Otra presentación exitosa.
Ya en los camerinos, bajo la luz de un foco que pendía del techo de un tripero de cables, los artistas se encontraban colgando sus vestuarios y limpiándose el maquillaje de las caras. El joven de cabello oscuro ya se encontraba listo para irse, vistiendo su sempiterna cazadora azul que le caracterizaba.
—Buen trabajo a todos —dijo él.
Un joven de veintitantos, de una abundante mata de pelo negro, una cicatriz que le bajaba por la mejilla y una chaqueta de cuero que le daba la pinta de ser un rebelde sin causa, se le acercó, sonriendo.
—Tú también has hecho un excelente trabajo, Dante —dijo.
Entonces recordó que había escuchado un rumor de que la comunidad orquestaría una manifestación esa noche, en el edificio de gobernación. Esa era su oportunidad, por fin podría aportar algo. Era un revolucionario que ya no estaba dispuesto a mantenerse al margen.
—Jericho, ¿es verdad que habrá un levantamiento? —le preguntó al de chaqueta de cuero.
—Sí, la comunidad lo organizó y algunos de nosotros también iremos —dijo.
—Yo también iré —dijo Dante, sin darle derecho de réplica.
—¡¿Qué?! —Jericho procuró no hablar muy fuerte, para no llamar la atención—. ¡¿Estás loco?! ¡Es peligroso, podrían encerrarte o matarte si vas!
—¿Y cuál es el problema? —objetó Dante—. ¿Qué no te harían no mismo a ti?
—B-Bueno sí —balbuceó. No vio venir la protesta de su amigo—. Pero tú eres más joven, tienes una familia. A nosotros ya nos lo quitaron todo. Sólo nos queda luchar. Pero a ti aún te queda un camino por delante, tienes que aprovecharlo.
—¡Eso no me interesa! —bramó—. Ni siquiera estoy pidiendo tu consentimiento, ya tomé una decisión. Estoy harto de tener que vivir con miedo de que hasta por estornudar nos mande a matar. Ellos se creen mejores que nosotros, se creen elegidos por los Dioses. ¡Hasta nos llaman hijos de hombre! Como si ellos no fueran hombres —se interrumpió y esbozó una sonrisa irónica al recordar de lo que esa gente era capaz-. No… no lo son.
Era verdad. No era como que los levantamientos fueran un evento exclusivo, a decir verdad cualquier que lo deseara podía ir a protestar. A pesar de los esfuerzos de Jericho por ser discretos, todos los demás lo escucharon. Estaban perplejos. Uno de ellos miró a Jericho, como instándolo a dejar que el muchacho hiciera lo que creyera conveniente, después de todo, ya no era un niño.
El camino rumbo al edificio de gobernación no fue muy difícil. No había guardias en el perímetro, al parecer se habían dispersado. Los mosquitos orbitaban los faroles que iluminaban las polvorientas calles a intervalos. De cuando en cuando, veían fuego que crepitaba sobre las calles. Ya habían tenido que carraspear un par de veces para sacar las partículas de ceniza que se habían tragado involuntariamente. Seguramente los inconformes habían tenido un encuentro con los gendarmes y les habían hecho retroceder. Sólo eso explicaría la ausencia de seguridad en la zona. Aunque de ser así, era seguro que no se darían por vencidos, y regresarían en mayor cantidad.
El taconeo de sus zapatos contra el pavimento era lo único que podía escucharse a medida que caminaban. Pero pronto, algo más comenzó a oírse. Eran murmullos, los cuales se volvieron gritos luego de atravesar un callejón que los ubicó a las faldas del edificio de gobierno. Una iracunda muchedumbre rodeaba el perímetro. Lanzaban imprecaciones todos al mismo tiempo, haciendo imposible decir a ciencia cierta qué estaban diciendo. Arrojaban cocteles molotov al edificio, que había sido envuelto en un mar de explosiones.
Jericho se abrió paso entre el tropel, pidiéndole a Dante que permaneciese cerca. Y así lo hizo.
Entretanto, más allá de las nubes, en la órbita terrestre, se encontraba la SS Arcadia, la nave insignia de la flota de la Comisión de Seguridad Pública. Un crucero estelar de gloria siniestra. Era gigantesco, ataviado de placas de blindaje que conformaban su casco. El puente de mando estaba lleno de estaciones y pantallas holográficas operadas por la élite de los técnicos. Una andanada de alertas palpitaba al rojo vivo por toda la nave.
Y en el nivel más alto, desde donde se gobernaba la nave, una mujer de unos cuarenta años enfundada en un saco negro. Su cabello anaranjado estaba recogido pulcramente en una coleta. Los rasgos del rostro se habían endurecido por la severidad propia de los militares. Al lado suyo, su mano derecha, una mujer joven de corto pelo rubio, con las puntas yendo hacia varias direcciones.
—¡Comandante Kelvin, nuestros esfuerzos por contener los disturbios en el sector 47 han sido en vano. Los escuadrones Alfa y Romeo se ha retirado! ¡Es cuestión de tiempo para que irrumpan en el edificio y capturen a nuestros hombres! —dijo uno de los técnicos.
La comandante Janeth Kelvin, líder suprema de la flota de la Comisión ni siquiera se inmutó.
—¡Atención! ¡Todas las unidades de infantería a sus estaciones de batalla primarias! ¡Objetivo: los rebeldes! —ordenó Kelvin con voz potente.
—¡Recibido! —coreó la tripulación.
—¿Así que les tenderá una emboscada? —se dijo la vicecomandante, sonriendo—. Parece que hasta aquí llegaron los hijos de hombre.
—¡Prepárense para el enfrentamiento! ¡Que las tropas comiencen el desplazamiento! —gritó Kelvin.
Los furiosos alaridos de los inconformes que se intensificaban con cada segundo, sólo daban a entender que la euforia se había apoderado de ellos. Como lograran entrar en la alcaldía lincharían a cualquiera que estuviera dentro. Ese era el principal problema de someter a la gente, llegará el momento en el que se harten y no habrá nada que pueda detenerlos, o al menos eso era lo que pensaba Dante.
Apenas se pudo distinguir un sonido que cada vez se escuchaba más fuerte. Los gritos se atenuaron, y todos comenzaron a mirar a su alrededor, intentando hallar la fuente de aquel ruido. Al principio les pareció que era un rugido, pero luego se dieron cuenta que era el fragor de un motor. Un convoy de camionetas blindadas con el escudo de la Comisión rodeó la manzana. Un aluvión de soldados se apeó, marchando en coreografía hasta sus posiciones. Asieron sus escudos, en pos de contener a los atónitos presentes. Dante había sido demasiado ingenuo como para creer que un montón de revoltosos de pueblo podrían hacer algo contra la implacable Comisión.
El silencio duró más de lo que debió haber durado. Uno de los oficiales lanzó un sonoro grito. Fue una orden de arrestarlos a todos y, acto seguido, el cuerpo policial avanzó en tropel hacia la muchedumbre. El pánico se apoderó del ambiente y lo que le siguió fue confuso. Gritos, empujones, golpes, disparos. Muchos murieron atropellados por la estampida de gente. Dante sólo atinó a ver a Jericho, que le indicaba que escapara, antes de desaparecer en la ola de gente que se agitaba de un lado a otro.
Él hizo caso. Consiguió abrirse paso entre el bullicio que le rodeaba, codeando para apartar los cuerpos hasta salir del tumulto. Corrió tan rápido como pudo, dando trompicones a causa de su desesperación. Cuando se quedó sin aliento, optó por refugiarse en un callejón. Miró a ambos lados, asegurándose de no haber sido seguido y, acto seguido, se dejó caer sobre sus sentaderas. El lugar donde se metió no era más que dos paredes de ladrillo con una escalera de acceso que daba a la terraza. Y justo cuando creyó que estaba a salvo, una luz cegadora le iluminó. Se cubrió el rostro con la mano, intentando mitigar el resplandor. La luz se apagó abruptamente, y en su lugar vio una motocicleta montada por un hombre corpulento, de piel morena. Aquel sujeto se apeó de su vehículo y se acercó a Dante, contemplándolo con una mueca de repulsión.
—Vaya, vaya, vaya, pero qué tenemos aquí —dijo el uniformado—. Uno de los hijos de hombre inconformes. Dime muchacho, ¿cuál es tu nombre?
Dante pasó saliva y dio un paso hacia atrás. Su espalda se topó con concreto. No había manera de escapar.
—G-Dante Flores —respondió, enmarcando sus ojos con un ceño fruncido.
—Así que, Dante, ¿nos acompañarás al centro en santa paz? —preguntó.
El chico tan sólo se limitó a apretar los puños, sintiéndose impotente. La cosa no mejoró cuando una de las camionetas de antes se aparcó en el callejón, y de ella bajaron dos uniformados más, los cuales le apuntaron con sus armas.
—Esperen a mi señal —indicó el tremendo gorila.
—Entendido, sargento Titor —dijeron los otros dos al unísono, y bajaron sus armas.
—Es una verdadera lástima que tu linda cara se vaya a tener que estropear —El sargento dio un paso al frente y blandió un bastón de acero.
—Son unos monstruos —dijo Dante con un hilo de voz.
—¿Qué? ¿Unos monstruos? —se mofó Titor, echándose a reír—. No me hagas reír, hijo de hombre. ¿Qué no viste el desastre que armaron antes? Ustedes sí que son unos monstruos que no hacen más que corromper la paz en el mundo.
Entonces lo recordó. Una chispa había nacido dentro de él hacía mucho tiempo. Una chispa que se fue avivando cada vez que veía las atrocidades de la Comisión. Cada vez que alguno de sus compañeros de la escuela le pedía que le regalara su almuerzo porque no había comido en días. Ahora, aquella diminuta chispa se había convertido en una llamarada que abrasaba su interior.
—¡¿Qué paz?! —bramó Dante—. ¡¿La de ustedes?! ¡¿O la que nosotros fingimos para no tener nada que ver con ustedes?! ¡Gracias a ustedes hay millones de personas viviendo en la miseria! —Las lágrimas comenzaron a bordear sus ojos—. ¡No reparan en torturar a niños, mujeres y ancianos cuando los ajustician! ¡Son unos malnacidos! ¡Y encima claman haber sido llamados por los Dioses! ¡¿Qué clase de Dioses querrían ver a las personas sufrir de esta manera?!
Titor sonrió, divertido por la sarta de estupideces que el muchacho le había dicho.
—¿Cómo te atreves a cuestionar nuestro linaje escogido? –preguntó, casi ofendido—. Mocoso, te obligaré a que pidas perdón por semejante blasfemia.
El sargento ya se alzaba imponente frente a él. Desde la perspectiva del muchacho, el tipo parecía ser tan grande como un poste de luz. Titor empuñó su bastón con fuerza y se preparó para asestarle un poderoso golpe al muchacho. Dante dio un traspié y cayó al suelo. Cerró los ojos y espero pacíficamente el golpe, pero éste nunca llegó. Abrió uno de los ojos para ver lo que había ocurrido. Para la sorpresa de todos, el bastón de Titor se había detenido a unos centímetros antes de tocarlo. Era como si una especie de pared invisible lo estuviese protegiendo. Pero ni bien el sargento hubo proferido una imprecación, cuando una fuerza mística lo repelió, arrojándolo por los aires. Derribó todo a su paso, incluyendo a sus compañeros, y finalmente se estrelló contra los vehículos.
Dante no podía dar crédito a lo que había atestiguado, sin embargo, no se detuvo a asimilarlo. No supo de dónde sacó fuerzas, pero fue capaz de dar un salto que lo elevó varios metros en el aire, consiguiendo sujetarse de la escalera de acceso. Sintió un punzante dolor en la palma, seguramente se habría raspado con el metal oxidado, pero no dejó que eso lo detuviera. Se asió de la escalera con la otra mano y levantó todo su peso hasta haber asentado los pies en uno de los fierros.
Los gendarmes se incorporaron con dificultad. Titor se limpió la sangre que la bajaba por una de las comisuras de la boca antes de decir:
—¡¿Qué esperan?! ¡Abran fuego!
Los otros dos no perdieron tiempo. Prepararon sus armas y una lluvia de haces de luz comenzó a llover sobre el muchacho, aunque todos ellos se estrellaron con los muros. Algunas partículas de materia ardiente salpicaron sobre los brazos de Dante, lacerándole la piel, pero no nada grave. Contra todo pronóstico, llegó al techo y se perdió de la vista de los oficiales.
Sólo entonces el sargento ordenó a sus subordinados detenerse, al tiempo que observaba hacia el cielo nocturno con una sonrisa.
***
Más tarde, esa misma noche. En el centro de una ominosa sala sumida en penumbras absolutas, se encontraba un hombre maduro. Llevaba puesto un fino traje de color negro, tan pulcro como el lustroso calzado que usaba. Su largo cabello dorado estaba bien engominado hacia atrás. Su fría mirada estaba dirigida a lo alto de aquella habitación que, si tenía un fin o no, no se podía decir. Ahí en lo alto, podía distinguirse el contorno de cuatro gigantescas siluetas que eran como sombras proyectadas sobre asfalto, formando un semicírculo a su alrededor. En un extremo, el de cabello erizado y ojos refulgentes. A su lado, uno visiblemente más pequeño que el resto, de ojos verdes y de pelo tan largo que fácilmente le caía debajo de la cadera. El tercero estaba en el otro extremo, de pelo corto. Sin embargo, era el último el que resultaba más atemorizante. Estaba en el centro, parecía ser quien presidía la reunión. Tenía cabello largo y ojos profundamente celestes, que rezumaban una inquebrantable voluntad. Cualquier detalle más allá de sus formas y el color de sus ojos era imposible de dilucidar.
Súbitamente, un holograma apareció frente al elegante hombre. Era la comandante Kelvin.
—Señor Henix —dijo ella.
Morpheus Henix, el presidente de la Comisión de Seguridad Pública puso su atención en la comandante, quien no se inmutó ante la mirada del hombre, que hubiese hecho sentir a cualquiera la sensación de ser apuñalado.
—¿Cuál es el problema, comandante? —inquirió Henix. Su tono de voz era áspero.
—Se me ha reportado que a las 2300 horas hubo un muchacho que manifestó una longitud de ondas psicométricas anormal en el sector 74 —dijo Kelvin.
—¿Muchacho? ¿Qué muchacho?
—Dante, Dante Gentile, señor.
El holograma de la comandante se extinguió repentinamente. Henix cerró los ojos, introduciéndose en sus pensamientos y sus manos enguantadas se encontraron en su espalda.
—Dante Gentile… me pregunto si serás ESA persona…